Vieja casa “de los leones” en el Paseo Colón. Tercer grado. El colegio juega entero en el arenal del patio. Dos bandos corrían uno contra el otro. Los que se topaban quedaban “amarrados”, formando una especie de red humana. Los que quedaban libres repetían la operación, pero cada vez más niños quedaban presos en la cadena. Y así iba esta aumentando, de modo que los que corrían en una u otra dirección libremente eran cada vez menos. El último en no ser atrapado era declarado ganador. Por una vez olvidé todas mis limitaciones físicas. La hemofilia: la gran veda, la castración, la negación del cuerpo. Me fascinó la dinámica del grupo: escapar a la red que en el centro del patio se iba haciendo cada vez más ancha, los escapistas que, tan pronto atrapados, cambiaban de signo y se dedicaban a cazar a los prófugos que habían tenido mejor fortuna que ellos. “Ya que yo no lo logré, vos tampoco lo lograrás”. Había que correr, arriesgarse a caer, ensuciarse, ser golpeado, tirado de los brazos, empujado de un lado para otro. Corrí como un galgo, superando a varios de mis compañeros, cayendo siempre en la red, pero participando de pleno en el juego. Indeciblemente libre. No eran simples carreras: eran zancadas, y luego burlar, hacia un lado o hacia el otro, a la “red” del centro. Y en eso vuelvo a ver hacia la pared de la oficina de los profesores. Recostada estaba mi mamá. Quedé paralizado. No solo sería el fin del juego, sino una reprimenda sin precedentes, tal vez incluso un par de nalgadas. Me salí del campo de batalla, cubierto de tierra, la camisa desgarrada por los tirones, y caminé cabizbajo hacia ella. Pero al acercarme, descubrí que sonreía, con satisfacción indecible. “Si hubieras visto cómo corrías, así, tirando las piernillas hacia delante, como un venadito”. No podía dar crédito a mis oídos. ¡Aquella era la transgresión de las transgresiones, la “maldad” por excelencia: poner en peligro mi cuerpo, sumarme a juegos potencialmente mortales! Fórmula segura para las lesiones y transfusiones. Pero mamá sonreía, sonreía. Estaba emocionada hasta las lágrimas. “Alguna vez creí que no iba a ser ni siquiera posible mandarte a la escuela, y ahora vete: lleno de tierra, sudoroso, agitado, participando con los juegos de todo el colegio como si' pues como si no tuvieras nada”. Nunca olvidaré ese momento. Esperaba su iracundia, las noticias que llegarían a papá, la queja ante los maestros por la no vigilancia del “chiquito”. Pero sonreía. Para mí era tan solo un juego. Para ella, una victoria personal. Ver cómo me divertía, cómo, por un momento, había podido hacer lo que todo niño normal hacía: correr, brincar, reír.