Atraviesa la puerta del gimnasio con el rostro cubierto por la capucha de una
El próximo 7 de enero subirá nuevamente al cuadrilátero para defender, por tercera vez, su cetro de campeona mundial de
“Voy a ganar, no tengo dudas; el título es mío y de acá no se va a ir”, dice, y subraya el argumento con una ráfaga de golpes que ponen en terapia intensiva a su saco de arena.
Hanna Gabriel ha tenido un 2011 con altibajos pero claramente marcado con una dirección: tomar el control total de su vida y de su carrera.
Comenzó el año en enero, en Uruguay, con una discreta victoria en el último asalto, frente Melisenda Pérez. En abril, despejó cualquier duda noqueando con feroz elegancia a la misma contrincante, en el sétimo
La victoria se convirtió primero en frenesí y, después, en una explosión de publicidad que la catapultó a la portada de todas las revistas y puso su nombre como centro de atención de cuanto evento social se organizaba.
La antigua atleta lesionada, la chica limonense que viajó a Estados Unidos a trabajar en un salón de belleza para salvar la casa de sus padres, la misma muchacha que regresó de ese viaje con 215 libras (61 libras por encima de su peso actual), se transformó, de pronto, en una versión pugilística de la fantasía colectiva.
Entre enero y agosto, fue la mujer del momento y todos los medios –radio, televisión, prensa escrita y sitios de Internet– tuvieron su pedacito de Hanna Gabriel.
Pero, ese instante que desde afuera parecía idílico, estaba cargado de una enorme tesión y culminó con el despido de Kathy Cunningham, su prima, mánager y la mano que parecía guiar cada paso de su reinado.
“A mí, la partida la de Kathy no me afectó; me afectó el tiempo en que fui sumamente explotada. Más de un año en que me tenía que levantar a las tres de la mañana y me acostaba a la medianoche, todo para cumplir con una agenda a la que ella me comprometía y que me dejaba totalmente agotada como atleta y como persona. Ahora soy la dueña de mi vida y de mi agenda, y logré quitarle a mi cuerpo esa carga. Ya no me siento la empleada ni la esclava de nadie”.
Habla con la misma vehemencia con la que pelea, pero, al contar que ahora puede dormir un poco más, aparece en su rostro una expresión de alivio, como si se hubiera sacado un gran peso de encima.
“Ahora estoy tratando de escuchar a mi cuerpo, trato de cumplir con el horario de entrenamiento, pero también trato de darle a mi cuerpo el tiempo para que se recupere.”
A la “
A punto de cumplir 29 años, Hanna Gabriel es, al fin y al cabo, una mujer con el reloj biológico intacto y la pantera se transforma en un gatito apenas le menciono a Bryan
“En mi vida nunca hubo planes de tener niños, pero ahora que estoy con Bryan muchas cosas han cambiado y hay planes mucho más grandes, aunque no queremos apresurarnos con nada. Tengo 28 años, no estoy tarde. Los dos entendemos que nuestras carreras son prioridad para poder tener un futuro, separados o –como esperamos– juntos, pero cuando ese momento llegue lo vamos a planear y ojalá tengamos un campeocito o una campeoncita. Le vamos a comprar guantes de
Hanna habla del
“Cuando me decidí a pelear y a dar todo de mí, yo mantenía a mi familia; yo era la que llevaba el pan a la casa y, como todos los boxeadores, supe que esta era mi única oportunidad de lograr mejorar en la vida. Mis papás hicieron tanto esfuerzo para que mis hermanos y yo pudiéramos estudiar y competir, que quebraron económicamente y casi pierden la casa.
“Pensar que tanto esfuerzo en el atletismo hecho por mí junto a mi familia no había servido para nada, y que por una lesión todo se había ido a la basura, me deprimió mucho. Porque yo siempre tuve muy claro lo que quería ser: campeona olímpica. Pero con mis hermanos nunca tuvimos la nutrición adecuada para un atleta. Cuando me fui a Estados Unidos y descubrí que los
Hay una ternura enorme en esta pantera de 70 kilos que persigue, aporreando bolsas y contrincantes, la movilidad social que la colectividad no pudo ofrecerle.
“Soy muy competitiva, dudo que yo me dedique a hacer ejercicio solo para verme bien. Soy competitiva y, en lo que me meta, voy a querer ganar y a querer hacerlo mejor que todos”, sostiene y a mí no me queda ninguna duda de que habla en serio.
Cuando comento sobre lo mal que le fue a la delegación costarricense en los Juegos de Guadalajara, siento que se le punza el hígado:
“ Estamos muy mal en deportes porque no invertimos. Lamentablemente, en el país no se piensa en el bienestar de los atletas. Se ve más por el bienestar de quienes manejan el deporte. Una de mis mejores amigas es Sharolyn Scott, quedó cuarta en los Panamericanos.
“¿Cómo le pedimos a ella rendimiento si trabaja de lunes a viernes, tiene una hija y debe venir a entrenar a San José los fines de semana, a veces sin dinero para los pases?
“¿Cómo le pedimos rendimiento si tiene que entrenar en la pista de Limón en donde hay huecos que le podrían causar una lesión? ¿Cómo le pedimos rendimiento, si para entrar al Polideportivo de Limón hay que pasar por donde están todos los drogadictos?
“Nadie ve eso. Es fácil decir que a ella no le fue bien, sin pensar en todo esto... Ella y todos los atletas estamos compitiendo contra nosotros mismos y contra todos esos obstáculos”.
Hay algo de rencor y mucho de verdad en el reclamo de esta mujer, en su desconfianza hacia una política de Estado que parece empeñada en condenar a los atletas costarricenses a un fracaso impuesto y previsible.
La entrevista se diluye y la pantera se queda rondando el cuadrilátero y su futuro.
Al dejar atrás la puerta del gimnasio, el verano alajuelense se pone generoso, una brisa caliente barre mi cara y las copas de los árboles, mientras la bola naranja del sol se clava sobre la línea del horizonte iluminando el borde de las nubes con delgados rastros de sangre.
Y ahí, justo ahí, antes de que el carro arranque, escucho el