Cuando Alejo Carpentier escribió, hace ya tantos años, sus bellísimas palabras sobre el “nada mentido sortilegio” de las antiguas calles de Haití, el mundo entero contempló el nacimiento en la literatura de una teoría que ha reflejado la esencia de Latinoamérica: lo real maravilloso. En su exquisita obra El reino de este mundo , el maestro cubano, con talento insuperable, plasmó algunas de las características que identifican el continente, rasgos que se expanden en todos los órdenes de nuestras vidas. También, por supuesto, en esa dimensión clave que es la política, el ejercicio del poder.
La actual postración de Haití solo se explica desde el cosmos de la política. Mejor dicho, solo adquiere sentido pleno cuando comprobamos la ausencia de una política concreta que en este caso se materializa en la aplicación de mil políticas distintas y contradictorias. Esto frena los esfuerzos por reconstruir el país.
El mundo se ha enfrentado varias veces con la regeneración total de una nación destruida hasta las raíces. No estamos ante un reto nuevo. Pero la hidra ineficaz que dirige la reconstrucción de Haití, aplica una política real-espantosa que ha demostrado la incapacidad del continente para unirse bajo un objetivo común, el débil liderazgo de Brasil y México, la insuficiencia de la solidaridad estadounidense y la inercia de nuestros organismos regionales, tan hábiles para la demagogia y tan ineptos para la acción.
Además, la frágil memoria de Europa y el resto de Occidente, empeoran las cosas. El dinero no llega. Y mientras tanto, los haitianos, que solo importan cuando salen en las noticias, mueren como ratas, bajo una nueva y agobiante esclavitud.
Vudú del olvido. Carpentier decía que en Haití bastaba dar un paso para toparse con lo real-maravilloso. Cuando contemplo en la televisión la encrucijada terrorífica de Puerto Príncipe –la dramática singularidad de los acontecimientos, diría el novelista cubano– comprendo que millones de latinos le estamos aplicando a Haití el cobarde vudú del olvido. Y no nos queda más que aceptar la cruda realidad: hemos fracasado como unos imbéciles en la reconstrucción de un país hermano.
Tenemos la oportunidad de transformar una sociedad enferma y renunciamos al imperativo solidario, apostando por una política real-maravillosa, inocua e ineficaz. El círculo del infierno haitiano se ha convertido en la mayor cicatriz de nuestro continente. Asolado por todas las plagas y condenado por todas las indiferencias, Haití agoniza como nación.
Solo nos falta grabar en la entrada del puerto, como en el infierno de Dante, la frase maldita: lasciate ogni speranza, voi ch’entrate ( Vosotros, los que entráis, perded toda esperanza ).
El llanto por Haití está justificado. Ellos, nosotros, todos, somos la muestra palpable de lo mucho que nos falta por recorrer para la integración real, la anfictionía bolivariana. La posibilidad de crear un gran espacio de poder latino continúa siendo una dulce utopía. Mientras, solo nos queda luchar con todas nuestras fuerzas para que el reino de este mundo no consuma a los haitianos en un remolino macabro de hambre, muerte y destrucción. Vale la pena intentarlo.