Este verano trae una cosecha de ideas sobre cómo mejorar la gobernabilidad y otros problemas nacionales. Por eso conviene reflexionar sobre la naturaleza de un país. Un país no es un mecanismo como un reloj, al cual, cuando falla, se le pueden sustituir partes para devolverle su funcionamiento correcto. Un país es más como un organismo sobre el cual se puede intervenir para mejorar su funcionamiento. La intervención puede ser tópica. Si tiene una inflamación local, se le puede aplicar un unguento; pero, según de cuál inflamación se trate, la intervención tiene que ser sistémica. Es cuando aplicamos un antibiótico o alguna sustancia que haga que el mismo organismo resuelva su problema.
Es imposible cambiar totalmente al país. Ese es el sueño de quienes piensan que una nueva constitución es la respuesta. El país es lo que es, con sus virtudes y defectos.
Otros piensan que unas cuantas medidas pueden operar una mejora significativa. Este es un pensamiento sensato porque aplicar medidas tiene un costo: se necesitan energía, tiempo, construcción de consensos y capacidad de gestión: de allí que convenga racionalizar el uso de esos elementos y aplicarlo a las medidas que vayan a tener mayor consecuencia positiva. Ese es el razonamiento que está detrás de la necesidad de jerarquizar las medidas porque es más viable un programa que implique cinco que uno que implique ochenta.
Los problemas de una nación tienen una característica singular. Tomemos por ejemplo la mortalidad infantil de inicios del siglo pasado.
Al principio había unas creencias con las cuales la gente atendía el problema. Luego, la medicina señaló mejores herramientas. El Estado puso en marcha acciones favorables. La alfabetización y algún rasgo cultural de las familias se sumaron a la batalla, la cual no era solo técnica, sino además, política y sociocultural.
¿Cuáles son los cambios políticos y socioculturales que harán que las propuestas técnicas lleguen a dar fruto? ¿Quiénes son los gestores de esos cambios sin los cuales no operan las medidas técnicas?