4/4/11. Isla Islita, frente a Puntarenas centro a 15 minutos en Panga. En la escuela de esta Isla se esta promoviendo por parte de la empresa Intel y el ICE que los nios se conecten a internet. En este lugar no tienen servicio de agua ellos tienen que traer el agua desde puntarenas en bote, y tienen electricidad a travez de paneles solares. Francela Peralta de 2 aos. Foto: Eyleen Vargas (Eyleen Vargas Davila)
Hará cincuenta años que Mercedes y Francisco pusieron un pie en el arenal de los manglares que rodean Islita. Apenas frisaban los veinte, estaban recién juntados, y en la panga que los trasladó desde el estero ciego de Puntarenas, solo cargaban sus escasos haberes.
Don Silvano fue quien les contó que en aquellos parajes del golfo de Nicoya había un pedacito de tierra cercado de mangles, donde la vida transcurría sin horas ni minutos, con un mar abundante en pesca y sin vecinos a la vista.
Ni siquiera sabían el nombre del lugar donde anclarían sus vidas. Fue mucho después cuando se enteraron de que le decían Flor de la Islita. Ellos únicamente habían escuchado hablar de las otras islas del golfo: Venado, Caballo, Chira, San Lucas...
Justo en donde pusieron sus pies por primera vez, levantaron el rancho, anclaron la panga, lanzaron sus redes y luego criaron a la decena de hijos que florecieron en el vientre de Mercedes Díaz Contreras con la ayuda de Francisco Peralta.
Islita se empezó a poblar con estas primeras oleadas. Casi al mismo tiempo que Mercedes y Francisco, también llegaron María Velásquez, José Humberto Cambronero, y los Pérez.
Quiso Dios mandarles muchos hijos a estas familias, que se juntaron entre ellas y hoy son las responsables de que la mayoría de los 53 habitantes de Islita lleven los apellidos Pérez y Peralta.
Si no hubiera sido por la escuela que el sacerdote Gustavo Meneses se empeñó en abrir allí, los primeros habitantes de este territorio y sus descendientes, no tendrían más futuro que vivir de la pesca, teniendo al sol como su único reloj, despertándose aún de noche y acostándose cuando el atardecer recién acaba.
¿Por qué someter a los niños y jóvenes a los peligros de una travesía en el mar para mandarlos a la escuela?, se preguntaba el padre, experto en la furia que provocan en el agua los llamados vientos del norte.
El padre Meneses era, hasta hace poco, el único visitante asiduo de Islita. Que llevarles la comunión, que celebrar con ellos la misa... Cualquier razón era buena para aproximar al cura a las necesidades más apremiantes de la comunidad, fueran estas espirituales o materiales.
Meneses se enteró de que Islita pasaba sus días sin luz eléctrica, agua potable, escuela, teléfono y servicios de salud ¡a tan solo diez minutos en lancha de motor de la ciudad de Puntarenas!
La oscuridad se ahuyentaba con candelas o linternas, y la comida se cocinaba al calor del fogón, usando de combustible el carbón de los mangles. Las pangas de los vecinos servían las más de las veces como ambulancia, bus y camión de carga. Aún en la actualidad, dan esos servicios.
Todavía hoy, Mercedes protege bajo un galerón hecho con latas de zinc el fogón donde freía el pescado que su marido o alguno de sus hijos traía como jornal diario. El fogón, casi sin usar, está lleno de arena.
Sin embargo, bastó con mentar la posibilidad de una escuela para que todo cambiara.
Tal fue la insistencia del sacerdote, que el Ministerio de Educación Pública terminó por convencerse y abrió un nuevo código para un maestro en Islita.
“Van a abrir una escuela en el manglar”, fue lo que escuchó Delia Rivera en Puntarenas. “Yo quiero ir ahí”, pensó. Y ni lerda ni perezosa acudió a tocar puertas para convertirse en su primera docente.
El instinto no la defraudó. La tarde en que Delia Rivera se bajó de la panga de Francisco Peralta, se dio cuenta del potencial de quienes habitaban esos 800 metros cuadrados, en una isla cuyo nombre nunca antes había oído.
Los cincuenta y pico de habitantes se reunieron el 7 de febrero del 2006 a la sombra del único árbol de tamarindo, y escucharon a la maestra por primera vez.
Ni uno solo de ellos sabía leer o escribir. Con costos, los más grandes contaban rústicamente como para tener una idea de la cantidad de peces en la red, los litros de combustible en la lancha o el agua en las pichingas que trasladan desde el Puerto.
Sin embargo, le abrieron las puertas de par en par a la maestra, que debió improvisar sus primeras clases bajo el tamarindo que le dio la bienvenida, aquel martes 7 de febrero.
Pasaron pocos días para que los hombres más jóvenes de la isla pusieran manos a la obra.
Un grupo de pescadores dejó temporalmente el mar y se encargó de levantar un galerón con tablas, latas de zinc y lonas que hicieron de paredes para proteger a los estudiantes de los remolinos de arena azuzados por el viento, y de los aguaceros.
Posteriormente, juntaron los pocos cincos que tenían para comprar mezcla y sustituir la arena del piso por cemento.
Nada semejante había visto Delia en sus diez años como docente, en escuelas un poco más modernas, con más alumnos y recursos, en las que había trabajado con anterioridad.
Aquí, se topó con una comunidad de pescadores pobres pero extremadamente solidarios, dispuestos a salir en carrera, subirse a una panga y navegar a toda velocidad contra los vientos del norte para llevar a uno de sus estudiantes donde el médico.
Como los demás, Delia ancló su corazón en este pueblo sin ruido de carros, donde los pericos son las mascotas de las casas junto con chompipes y gansos. Ahí nadie roba, no hay pleitos, ni borracheras. La vida simplemente transcurre, sin medirse en horas o minutos. Las casas del pueblo revelan quiénes son sus habitantes: de las cerchas guindan los mecates de pesca, las redes y las conchas que les deja el paso de las mareas, y los CD sirven de adorno metálico junto a pósters de chicas ligeras de ropa.
La escuela abrió en el 2006. Poco después, llegó la luz eléctrica abastecida a través de paneles solares colocados por el ICE sobre los techos herrumbrados de los ranchos. Los pescadores pagan, mensualmente, ¢1.000 por este servicio.
Más pronto que tarde, el ICE instaló el único teléfono público de la comunidad, usado a más no poder, a falta de dinero para comprar celulares. No fue sino hasta hace poco que les llegó la señal para teléfonos móviles.
Paulina, una de los abundantes descendientes de los Pérez en Islita, reconoce que a ella no le hacía falta la electricidad hasta que las cuadrillas del ICE le encaramaron un panel solar en su techo de lata.
Sostenido sobre pilotes de madera, el rancho de Paulina es una reproducción al carbón del resto del caserío: tiene un corredor que da al manglar, con ventanas sin vidrios para que la brisa del estero pase y refresque.
Ahora sí, dice, la vida se le facilitó con la electricidad. Ya no cocina con carbón, puede ver televisión y planchar... mientras le dure la carga de energía, porque las baterías funcionan más tiempo en los días de sol quemante.
Todavía les hace falta el agua potable, que siguen jalando en pichingas desde el barrio El Carmen de Puntarenas, adonde el Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) les colocó una paja para que se abastecieran mientras lanza las cañerías mar adentro.
En la escuela hay 13 estudiantes de todos los niveles (desde primero hasta sexto grado).
Está clasificada como unidocente, aunque ya Delia logró que el MEP le enviara una maestra de inglés y otra de educación física.
Otro grupo de 13 estudiantes mayores, de los que no saben leer ni escribir, reciben clases tres veces por semana.
Estos proyectos educativos y el uso de la energía limpia a través de paneles solares, hicieron que Intel –transnacional de la computación– decidiera ejecutar uno de sus proyectos en la escuela local.
La compañía apostó por dotar a los niños y a su maestra de computadoras conectadas a Internet, como parte de su proyecto mundial World Ahead, que busca llevar la computación a todos.
Islita se integró a la lista de 15 centros educativos inscritos en ese plan en todo el país.
Entre ellas, hay varios en San Antonio de Belén (Heredia), está la escuela de Rincón Grande de Pavas, la de Puerto Viejo de Limón y el Liceo de El Roble, en Alajuela.
En Islita, Intel lleva un año trabajando. El pasado viernes 1.º de abril, un grupo de voluntarios de la compañía terminó la conexión de la escuela a Internet.
El ingeniero Adrián González, gerente de informática de los
“Queremos que todas las personas, allá en África o aquí en Islita, se puedan conectar a Internet y recibir los beneficios de la nube de información”, dijo González.
Personal de Intel se encargó de capacitar a los estudiantes del Colegio Técnico Profesional de Puntarenas, quienes serán los responsables de dar mantenimiento preventivo y correctivo a los aparatos instalados en la escuela de la isla.
Delia ya tiene su
Pedro Villagra, de la Fundación Omar Dengo, se encargó de adiestrarla a ella y a dos maestras más en el uso de
“Es una gran transformación en la manera de enseñar y de aprender, ya sea que el niño se quede en Puntarenas, o se vaya a explorar el mundo a través de Internet”, dijo Mary Hellen Bialas, gerente de educación primaria de Intel.
Mercedes ríe cuando se entera de que tiene la posibilidad de aprender a usar “esos aparatos” en la escuela para adultos a la cual asiste desde hace dos años. Ella toma las clases en el mismo pupitre donde su nieto Adonay, de 14 años, se sentó en la mañana. Ya aprendió a firmar, aunque sea a escribir “Mercedes Díaz” con su letra temblorosa. En cuanto al Contreras, es un apellido un poco más difícil; por eso –dice– lo dejará para más tarde.