Todo comenzó con una pregunta que muchos se habrán hecho: ¿Por qué más gente vota por los socialistas que por los liberales? No he visto ninguna ideología que goce de una aceptación tan universal y antigua como la libertad. Marco Tulio Cicerón abogó por balancear presupuestos, reducir el endeudamiento y controlar la burocracia y la ayuda extranjera. También dijo, casi medio siglo antes de Cristo: “La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado”.
Tampoco he visto una ideología política a la que le cueste tanto ganar una elección, aunque esto no quiere decir que el liberalismo lo haga mal cuando gobierna. Por el contrario, una vez en el poder, a la gente le gusta lo que produce. La reelección de los liberales chilenos, de Reagan, Thatcher y Aznar lo confirma.
Pero pareciera que produciendo libertad, trabajo, crecimiento económico, baja inflación y estabilidad, el liberalismo debía ser un modelo para que los pueblos lo lleven al poder con más frecuencia. En cambio, a demasiados pueblos les ha costado afiliarse al liberalismo. Muchos siguen apostando a la izquierda. ¿Por qué?
El socialismo político brotó con bríos después de la Segunda Guerra Mundial. El socialismo democrático fue un recurso geopolítico que utilizó la CIA para enfrentarlo al socialismo totalitario que con éxito impulsaba Stalin. En un continente empobrecido, los partidos comunistas actuaban, abiertamente, por toda Europa, ofreciendo lo esencial –comida y trabajo– a cambio de lealtad a la idea de una dictadura.
Acheson y Truman concluyeron que el socialismo democrático era el único antídoto político que existía para enfrentar políticamente al comunismo en un continente empobrecido y caótico.
Para enfrentarse a Stalin, los socialistas aprendieron a mentir como Stalin. Descubrieron que la gente traga mentiras. Es más, en muchos casos, demanda la mentira de sus dirigentes políticos. El socialismo creó la idea perversa de un Estado benefactor que le pone impuestos a “los ricos” y se los reparte a los pobres por medio de un Estado grande gobernado por los partidos electoreros y una burocracia glotona, ineficiente y eventualmente corrupta y represiva: “Gente pobre, les ofrecemos trabajo, vivienda, salud y educación “gratis”. ¿Qué más pueden querer los ingenuos pueblos que le den lo esencial a cambio del voto? Así fue cómo el socialismo conquistó el futuro.
Este socialismo sabe que es peligroso generar las condiciones para que la sociedad genere riqueza. Es más rentable, políticamente, apenas aliviar los síntomas de la miseria para reclutar un ejército de estómagos agradecidos. Entre más populismo, más pobres; pero entre más pobres, más votos.
Con el triunfo de la Guerra Fría se celebró la libertad como gestora de esa epopeya. Pero no pudieron, o no supieron, los herederos de Hayek hacer del triunfo de la libertad un exitoso proyecto político como lo lograron los socialistas. El liberalismo no ha llegado a reconocer que la mentira –“terminaremos con la pobreza”– es un instrumento político de una efectividad asombrosa.
Así es que estatizar la pobreza seguirá siendo la garantía de éxito electoral para partidos como el PLN y, sobre todo, el PAC de su dueño Ottón Solís. Cada cuatro años esos partidos explotan el conocido prodigio: no hay nada más rentable electoralmente que estatizar la pobreza, darle a la gente “bonos” y “huesos” a cambio del voto.
Darle vuelta a esta situación es un proyecto a muy largo plazo porque para el 2012, el Estado grande creado por los socialistas ticos consume o administra el 78% de la economía del país. Es muy difícil matar de hambre a un monstruo de ese tamaño. Estatizar la pobreza ha resultado ser un sistema tan diabólico que parece no tener arreglo a no ser que los liberales abandonen su pulcritud, dejen de ver la política, que es guerra, como un simple debate de ideas abstractas. Como todas las guerras, hay que ganarla. El liberalismo político sirve solo si puede gobernar.