Hemos hecho críticas fuertes y bien fundamentadas a muchas personas, incluidos medios de comunicación, que no acaban de entender ciertos factores cruciales de “gestión pública” y en consecuencia no analizan o informan integralmente sobre el desempeño real versus el “estatuido”, de presidentes, ministros, legisladores, partidos, funcionarios de todo nivel y raigambre; y, por supuesto, instituciones.
Pero, el autismo a que se ha referido tantas veces aquí mismo don Miguel Sobrado, prevalece. Tantos lectores se quedan, así, sin entender tanta ineficacia gubernativa y corrupción social y cómo sí hay cosas que se pueden hacer, ya, para reencauzar a este país sin necesidad de reformas constitucionales ni legales, sino entendiendo y aplicando la vigente normatividad en su correcta conceptualización, sistematización y jerarquización orgánica y funcional.
No toda ley es igual entre sí, sino que unas ordenan procesos y exigen prácticas superiores siempre que se les vea, insisto, como un sistema normativo y no cada una per se –Ley de Planificación Nacional, Ley General de la Administración Pública en su régimen de dirección gubernativa, la No. 8131 de presupuestos públicos, aquella contra la Corrupción, la de simplificación de trámites, la de Control Interno–. Son leyes superiores porque existen para motivar, articular y ordenar cada análisis y decisión de política y acción gubernativas en la aplicación, por sectores de actividad y en su proyección regional o territorial, de toda otra “ley sustantiva” y procesos, como en ambiente, agricultura, seguridad social, industria y comercio, educación y salud, etc. Quien no entienda esto, está listo.
Propuestas inviables. En un reportaje en La Nación el domingo 2 de diciembre sobre las tantas recientes “nuevas propuestas en reforma del Estado” manifesté que estas son refritos de propuestas anteriores de quienes lideran esos distintos grupos, y se caracterizan por partir de diagnósticos que siguen omitiendo la mayoría de los factores que creemos haber demostrado durante décadas como los causantes de nuestro subdesarrollo.
Lanzan propositivamente, además, ideas tomadas de experiencias de países desarrollados e ignoran que nuestras más grandes debilidades en la conducción de los procesos públicos y sociales, según los términos definidos en Constitución y en esas pocas leyes que refiero arriba, lleva a expresidentes, exministros, exdiputados y exgerentes a proponer soluciones que sucumbirán a esos mismos factores de origen que ninguno reconoció ni confrontó cuando “estuvieron allí”. O bien, llevan a un PLN a elegir subcontralora aduciendo desfachatadamente una “afinidad con el partido”, no con la Constitución.
Igual sucede con tantos analistas que lanzan decálogos de cómo mejorar la “gerencia pública” partiendo de ideas generales producto de autores o experiencias privadas en países industrializados; o, peor aún, sin nunca haber trabajado en una institución pública. Ninguno reconoce las diferencias abismales entre lo público y lo empresarial como fenómenos, menos las características, dinámica y causas de nuestra “entrabada” institucionalidad, cuando no debía ser así.
Insistir la ministra saliente Sandra Piszk en que un salario de ¢35 millones en el contexto público no se explica sin conocer la “eficiencia” que acarrea, es haber olvidado, cuando fue una muy buena alumna nuestra, hace siglos, el gran daño que advertíamos hacían al país, precisamente, los políticos, asesores y académicos en general al no reconocer la estratégica y esencial diferencia para nuestro desarrollo, entre eficacia y eficiencia.
Por otro lado, al grito de guerra de don Jaime Gutiérrez ( La Nación, 1.° diciembre) sobre cómo “enriquecernos” –a partir de ejemplos de otros países que lo han logrado o están tomando medidas heroicas hacia ese objetivo– escogiendo el pueblo a un líder que proponga “el tema” en serio, reacciono diciendo que ese líder no llegará, o no lo será, solo asumiendo un discurso grandilocuente y guerrerista, pero sin tomar en cuenta cómo la ideología constitucional vigente (véase mi artículo aquí “Una ideología colectiva” , del 27 nov.) y las leyes excelentes que la reglamentan, ya entronizan ese modelo país y unas pocas lúcidas pautas para lograrlo –con una obligada y amplia participación civil–, sobre las grandes bases propositivas que nuestra CP fusionó de la socialdemocracia (art. 50), del liberalismo histórico (art. 46) y de las encíclicas papales del siglo XIX (art. 74) más el resto de artículos que instrumentan a estos tres.
Muchos incurren en graves omisiones cuando plantean grandes cambios a partir de recetas de texto de articulistas o teóricos foráneos, aunque sean de tercera categoría. O bien, a partir de emociones del momento.
El desarrollo de Costa Rica no puede ser entendido ni confrontado en toda su complejidad y vacíos, sin estudiar –y digo estudiar– en serio, a fondo y sistemáticamente nuestra mecánica sociopolítica, jurídica e institucional.
Cada quien, o los grupos de amigos sean estos profesionales, académicos o “del partido”, o los precandidatos políticos del momento, siguen lanzando proclamas de cambios “novedosos” sin dar cuentas de por qué cuando han estado en el poder han actuado por puro oportunismo y aplicando prácticas de Tercer Mundo, nunca las de Primer Mundo que la Constitución y al menos las leyes que menciono, ya proporcionan. Tampoco debe llamarse nadie a engaño, menos algunos de mis lectores, al pensar que la CP no responde ya a las realidades “económicas” del siglo XXI.
Que yo sepa, nadie se ha atrevido a puntualizar, ni siquiera el Movimiento Libertario, cómo cambiar y bajo qué justificación filosófica o sociopolítica que no lleve a una desmejora normativa que embarriale aun más la caótica realidad nacional –o sea, quitar del Estado para que lo hagan los “empresarios”–, los derechos económicos y sociales ya consagrados en nuestra CP.
Que no hayan nuestros gobernantes y líderes aplicado el que debía ser inexorable tamiz de la Constitución, a los TLC y PAE y a su contrapesada y eficaz administración una vez aprobados, es en gran medida lo que ha causado tanta creciente inequidad en la justa y razonable distribución de la riqueza que debió darse paralelamente al incremento de la producción y productividad económicas en ciertas áreas. He aquí una gran verdad.