Por iniciativa de algunos amigos y con el apoyo de Olga Benedictis de Echandi, los restos de Yolanda Oreamuno fueron repatriados a Costa Rica en 1961. La escritora había muerto en México cinco años antes y su cuerpo yacía en una tumba cuya única señal era el número 7-363. En Costa Rica se le dio nueva sepultura, pero el único cambio fue el número que la identificaba.
Homenaje frustrado. En la mañana del 14 de enero del 2010 visité el Cementerio General de San José con la intención de rendir un pequeño homenaje a Yolanda. Con la ayuda de la administración del camposanto, di con la fosa. Salvo el número 729, no había más seña: ni un nombre, ni una fecha, nada. Los registros afirmaban que allí, en la propiedad 729, yacía la autora de La ruta de su evasión , pero el tributo que yo llevaba en mente no podía realizarse ante ese anonimato.
Para dar a conocer la situación, escribí una entrada en mi blog . Conté la historia de mi intento de homenaje y propuse iniciar una colecta para poner una placa en la tumba.
Envié la entrada a varios escritores nacionales, como Alexánder Obando, Juan Murillo, Guillermo Barquero, Gustavo Solórzano y Warren Ulloa. Recibí sinceras muestras de apoyo, aunque también algunas observaciones: ¿de quién era la fosa?, ¿sería todo tan simple como mandar a hacer una placa e instalarla?, ¿no habría problemas con los propietarios?
Acudí nuevamente a la administración del cementerio, donde obtuve el dato de que la fosa pertenecía a Bernard Wolf Unger. Según el encargado del camposanto, no había necesidad de permisos para colocar una placa, pero ese criterio no me satisfizo. No podía ser tan fácil. Ante todo, era necesaria la garantía de que lo que hiciéramos en la fosa fuera inamovible.
La escritora Evelyn Ugalde, dispuesta a ayudarme desde el principio, me comunicó con su amigo Alfredo González, quien parecía poseer información valiosa. En efecto, gracias a él me enteré de que Wolf era un medio hermano de Yolanda, nacido del segundo matrimonio de la madre de esta.
Sin embargo, el señor Wolf había muerto ya. La única esperanza era encontrar a sus hijos. Alfredo me proveyó algunos números telefónicos que podían pertenecerles, pero no hubo suerte.
La esperanza muere y renace. Tras varios meses, un mensaje electrónico sacó al proyecto de su estancamiento. La señora Mónica List, interesada sinceramente en apoyar la propuesta, se ofrecía a conseguirme una cita con Manuel Obregón, ministro de Cultura, para exponerle mi iniciativa. Sin pensarlo dos veces, acepté.
El ministro nos escuchó y designó a una funcionaria para que atendiese la propuesta. Con ella acordamos que el Ministerio avalaría una carta redactada por mí, en la que pediría formalmente permiso para colocar la placa.
Redacté la carta, se la mandé a la funcionaria y, tras varios días de espera, contestó que mejor me encargase yo de enviarla y le contara qué me decían. No era mucho lo que yo podría lograr sin el aval del Ministerio, eso ya era evidente. Me había dejado como empezando.
Aunque parecía el único camino, decidí prescindir del apoyo estatal. El proyecto parecía destinado al fracaso definitivo hasta que, de nuevo, un mensaje electrónico lo puso en marcha. Esta vez era Ana Barahona, nieta de Yolanda Oreamuno, quien manifestaba su interés en apoyar mi iniciativa.
Nos reunimos a principios de 2011. Dado que el 8 de julio se cumplirían 55 años de la muerte de la autora, decidimos montar ese día un acto para develar la placa.
El primer paso acordado fue contactar a los Wolf y pedirles su aprobación para disponer de la fosa. Gracias a Sergio Barahona, padre de Ana e hijo único de Yolanda, logramos hablar con Betty Wolf, hija de Bernard, y obtener su visto bueno. El mismo Sergio Barahona se ofreció financiar el proyecto, por lo que no había más qué pensar. El 8 de julio era la fecha límite. Había que trabajar.
Final del camino. Los meses siguientes fueron de intenso trabajo. Aunque en un principio tuvimos la idea de un acto modesto, el entusiasmo de quienes se enteraron nos hizo considerar difundirlo masivamente.
Gracias a una crónica publicada en el blog del Colectivo de Historia de Arte 8 y Medio y difundida a través del grupo Literofilia , de Facebook, cada vez más personas manifestaron su deseo de asistir. Impulsado por Warren Ulloa, director de la página Literofilia , el plan llegó a oídos de Kryssia Ortega y Amanda Rodríguez, quienes me entrevistaron en sendos programas radiales.
La respuesta fue conmovedoramente cálida. Más que recordar una muerte, lo que se avecinaba era la celebración de una obra literaria que, como lo evidencia el apoyo, sigue en la mente de los costarricenses.
A pesar de que Yolanda se separó física e intelectualmente de Costa Rica, es aquí donde muchos la recordamos y siguen publicándose sus obras. Es aquí donde, probablemente en contra de su voluntad, yacen sus restos. Es aquí, finalmente, donde se la debe recordar; pero, sobre todo, leer porque, de una forma u otra, no hay mayor reconocimiento posible para una escritora.
Quizás hoy más que nunca, Yolanda Oreamuno está entre nosotros, y lo que nos corresponde es lograr que cada día más costarricenses estén al tanto de ello.
El autor es licenciado en Literatura por la Facultad de Letras de la Universidad de Costa Rica.