En los años 80 del siglo XIX, cuando la República liberal iba camino hacia su consolidación, sus principales dirigentes impulsaron una serie de reformas que arrebataron a la Iglesia el control de la educación y de los cementerios, a la vez que establecieron el divorcio y el matrimonio civil.
Obviamente, sabían que se compraban un pleito con la jerarquía eclesiástica pues representaba un pulso político con la Iglesia y un desafío a la verdad eterna defendida por Roma en esas materias.
Pues se compraron el pleito y en Costa Rica es posible, desde entonces, que las parejas puedan romper su vínculo matrimonial o establecer uno sin tener que concurrir ante un sacerdote (así estamos muchos).
Los liberales no se dejaron amedrentar por la presión de los clérigos y sacaron adelante esas reformas al entender que el interés del Estado primaba sobre las concepciones de la Iglesia.
Así, ellos y quienes pudieron divorciarse o contraer nupcias por la vía civil se rebelaron y no acataron la verdad de Roma, y tengo muchas dudas de que por eso se hayan hecho acreedores a tostarse en el averno.
Lo mismo hay que hacer ahora cuando desde los púlpitos truenan contra la educación sexual orientada por el Ministerio de Educación Pública (MEP).
Hoy, como lo hicieron ayer en relación con esas reformas, los representantes eclesiásticos tienen todo el derecho de oponerse a ese plan del MEP y a difundir y enseñar el suyo. No hay problema.
Lo que no se puede permitir es que pretendan imponerles a los demás su visión y plantear que es esa o no es ninguna.
Los feligreses tienen también el derecho de discrepar de las autoridades de la Iglesia, que no siempre tienen la razón.
¿Cuánto de quienes son católicos practicantes acatan la normativa de no usar métodos contraceptivos artificiales? Me atrevo a afirmar que son una ínfima minoría, y los sacerdotes no ignoran esa realidad.
¿Son, entonces, malos católicos y, por extensión, malos seguidores de Cristo?
La educación sexual que se impartirá no apunta al desenfreno; estoy seguro de que quienes han preparado los programas son personas decentes, con moral y capacidad profesional y humana para no proponer meros talleres de fornicación.
El Estado tiene ahora, como en el siglo XIX, un deber ineludible y no debe renunciar.