Conocemos las obras de los grandes maestros de la pintura y escuchamos las sinfonías de famosos compositores; pero ¿nos atreveríamos a invadir sus estudios?, ¿visitaríamos ese lugar íntimo del artista que se limita a su espacio vital y a las construcciones de su mente?
Pues bien, El vestidor, el reciente estreno de la Compañía Nacional de Teatro, nos permite visitar aquel mundo oculto, el que –en palabras de su director, Roberto Fontana– “refleja, con autenticidad, temperamento y pericia, el drama de los actores antes de salir a escena”.
El vestidor, del escritor y dramaturgo sudafricano Sir Ronald Harwood (1934), presenta las peripecias que debe sufrir un viejo actor shakespeariano (el Caballero) y su compañía teatral en los camerinos antes de enfrentarse “a los canallas” (el público y la crítica, en palabras del personaje).
Sin embargo –y quizá sea esto lo más importante–, la obra también analiza la condición del artista que llega a su propio límite y su constante duda sobre la validez “del arte por el arte”.
Otros autores también se sirvieron de ese recurso, como James Joyce, quien, en su Ulises recrea la Odisea homérica en unas horas dublinenses. Es profusa la lista de “obras dentro de obras”.
En el caso del teatro, Luigi Pirandello (1867-1936) escribió Seis personajes en busca de un autor. El argumento se basa en la ‘interrupción” de una escena por parte de una familia de seis miembros, quienes, ante la mirada estupefacta de los actores, solo pueden argumentar: “Somos personajes en busca de un autor”.
El mismísimo Shakespeare incluye teatro en Hamlet, y en El rey Lear se basa en otro texto, Historia Regum Britanniae, de Godofredo de Monmouth, y Bertolt Brecht toma casi textualmente muchos clásicos para sus obras.
Con El vestidor sucede algo distinto, además: la tragedia de El rey Lear es un elemento central de la pieza, pero su valor va más allá de un recurso dramático o literario. En palabras de Gladys Alzate, directora de la Compañía Nacional de Teatro, “Elvestidor es un homenaje a los teatreros”.
La pieza se desarrolla en el contexto de los bombardeos que sufrió Londres durante la Segunda Guerra Mundial y gira alrededor de las hoy casi extintas compañías lideradas por un único “actor consagrado”, muy populares en los años 40.
No obstante, al preguntar a los actores reales si esta obra refleja la vida de los histriones de la época actual, las respuestas fueron rotundas afirmaciones. “El vestidor también es un espejo de ese momento traumático previo a salir a escena, que se desvanece casi mágicamente cuando uno está frente al público”, agrega Leonardo Perucci, quien encarna al Caballero.
“¡Tengo miedo del porvenir!”, grita, desesperado, el Caballero; “Solo sé actuar”, repite. De esa manera se dibuja el dilema del retiro de un actor ya viejo que no se resigna a dejar lo que ha hecho durante décadas, mas para quien la salud, el tedio y la tensión se vuelven obstáculos cada vez mayores.
“¿Decidimos retirarnos o nos retiran?”, se pregunta Perucci. “En el plano artístico nos retiran el público, la salud, los empresarios' Para algunas empresas, el trabajador con cuarenta años es viejo, y a los sesenta y cinco quieren pensionarlo; pero, a esta edad, el hombre tiene todo su potencial”, añade.
Por otro lado, los valores de la tolerancia y la necesidad de formar vínculos se evidencian con Norman, genialmente interpretado por Rodrigo Durán Bunster, cuando confiesa: “Me siento seguro en el teatro”.
Norman es el vestidor del Caballero, su defensor y su amigo. Hay una dependencia mutua entre ellos y una relación lejana que nunca se comenta.
Norman, claramente homosexual y con un gusto particular por la bebida, establece una relación de amor-odio con el Caballero, que lo mantiene en la compañía pese al fracaso de esta, al desprecio de otros compañeros y a las dificultades con Norman mismo.
Esa dependencia del vestidor por su “guardián” deriva en un triángulo de conflictos con las “mujeres” del Caballero: Madge (su esposa) e Irene, encarnadas con elegancia por Arabella Salaverry, María Orozco y Rebeca Alemán, respectivamente. No obstante, el vestidor se siente seguro en el teatro. Su oficio le da una señal de status: él es el único vestidor del Caballero.
Es cierto que, en un momento, el Caballero expresa: “Todos los actores jóvenes se han ido [a la guerra]; estoy rodeado de lisiados, viejos y maricas. ¿Qué clase de compañía es esta?”. Sin embargo, no nos dejemos confundir: el texto está rodeado de ironía.
Al transcurrir las escenas, el verdadero significado se torna visible: todos, desde el más humilde trabajador del teatro hasta el “actor consagrado”, vuelcan sus fuerzas para que continúe la función.
“Lo más bello que se muestra es esa tolerancia en los grupos teatrales, la que no existe en la vida real. Cada uno vale por su trabajo: no importan las preferencias, los defectos, los problemas”, comenta Perucci.
De esta manera, la familia teatral persiste en su arte, contra los conflictos internos, el escaso público y los bombardeos. Particularmente, sienten una seguridad ilusoria dentro del teatro, aunque esta no los protegerá de las bombas enemigas.
“Al salir a escena mueren las querellas y el mundo deja de existir”, comparte el director Roberto Fontana.
“Este trabajo invita a disfrutar cómicamente del teatro; asimismo, ilumina la condición de los personajes, que viven y se entregan al arte, pero que a la vez no están totalmente convencidos de su importancia. Por esto la llamo una ‘comedia patética’”, explica Fontano.
Fontano y Perucci también coinciden en que el elemento cómico es una vía para un mensaje inteligente. “No quiero ese chiste sexista y burdo que prolifera en el teatro de hoy, sino el humor como vehículo de un contenido duro, incluso político, que invite a la reflexión”, añade Perucci.
La risa como escape de la tragedia la enseñó también Charles Chaplin, quien nos hace reír (¿llorando?) sobre la situación de los trabajadores en Los tiempos modernos y en su obra maestra, El gran dictador, donde, con apenas cambios de vestimenta, Chaplin encarna una caricatura de Adolf Hitler y a un humilde judío de un gueto.
Asimismo, El Vestidor utiliza la comedia para tensar el nervio del espectador y apelar a su sensibilidad mediante breves sátiras e ironías, pero sin olvidar la fuerza del discurso ni los arduos matices del fenómeno humano.