Cuando chiquillo, en vacaciones, mi papá me mandaba junto con mis hermanos a “palear” un pequeño cafetal que tenía. En la casa, el desyerbe del jardín era más frecuente. Estas acciones no solo favorecían el crecimiento de las matas de nuestro interés, sino que permitían distinguir claramente el “antes” del “después”, cosa muy placentera y que no todas las ocupaciones procuran. ¿Puede, por ejemplo, un diputado promedio ver su contribución al bienestar del país luego de cuatro años de calentar su curul?
En materia económica también pareciera necesario, de tiempo en tiempo, arrancar cierta maleza que naturalmente tiende a acumularse en el entorno ‘macro’. Veamos.
Iniciemos con una situación de bonanza y de enorme confianza en el statu quo. La inversión extranjera y la doméstica fluyen, se crean puestos de trabajo, la economía crece a una razonable velocidad. Los asalariados se acostumbran a que la paga crezca año con año. Los entes financieros otorgan crédito para financiar la producción y también el consumo. Chavalitos (y chavalitas) de 27 años de edad notan que con su sueldo pueden adquirir, a crédito, no solo un TV de plasma, sino un vehículo relativamente nuevo. También que cada año o cada dos pueden viajar a Orlando, en la Florida, y más allá; que para los conciertos de rock y los partidos de la Sele cuentan con una o más tarjetas de crédito.
Los Gobiernos, como el de la tragedia griega, comienzan a nombrar gente en el sector público y a gastar por encima de lo que recaudan en impuestos, que de momento son elevados porque elevadas son las importaciones. Financian el faltante con “papel” que lanzan al mercado. En el mercado financiero, los corredores de bolsa se ponen felices, pues tienen más papel que colocar y más comisiones que devengar. Los de bienes raíces no paran de vender lotes, apartamentos, condominios y edificios de oficinas. Surgen centros comerciales en lo que otrora fueron potreros y cafetales. Las ventas y los leasing de carros no dan abasto. Everybody happy, porque, como citaba recientemente la periodista Any Pérez en la revista Proa, aun “con un sueldo de mierda se tiene una vida de puta madre”.
Pero de un momento a otro sobreviene un shock (por ejemplo, se eleva notablemente el precio del petróleo; baja el ingreso de turistas por crisis en el norte; sube la Libor; Intel y Baxter se van del país porque consideran les cambiaron las reglas de juego) que se traduce en reducción de la actividad económica, pérdida de trabajos y elevación de las tasas de interés. El escenario que pocos se imaginaron –quedarse sin trabajo, que la cuota de la hipoteca se dispare, o ambas cosas a la vez – se materializa y una crisis comienza a mostrar su horrible cara. Al no tener seguro de desempleo, los casados optan por irse a vivir con los suegros. Los fondos de inversión inmobiliarios tienen rentabilidad negativa.
Los bancos y financieras ven crecer la morosidad de sus carteras y optan por recortar y ser más selectivos en el otorgamiento de crédito. El ciclo recesivo se acelera. Bajan las importaciones, los impuestos, y el Gobierno aumenta su déficit. Los keynesianos exigen que el Estado gaste más, para que la economía no decaiga. Algunos empresarios les hacen eco. Pero la confianza en el Gobierno comienza a caer, pues se sabe que todo gasto inflado hoy habrá que pagarlo con más impuestos mañana, con más inflación o con menor obra o servicios públicos en el futuro. Huecos en las calles; inseguridad a la orden del día.
Se reduce la confianza en el sistema. Cunde el pesimismo. Surgen los indignados. Laboristas y sindicalistas exigen que se eleven los sueldos, en particular los del sector público, donde tienen la mayor influencia, como si con una productividad de mierda fuera posible pagar sueldos de puta madre.
Visto así el asunto, procede reflexionar: ¿no será necesario que de vez en cuando la vida, mediante crisis, nos recuerde que sí es posible que se materialicen escenarios adversos? ¿No será que, como sociedad, periódicamente hemos de escardar las formas de vida un tanto artificiales?