Cada vez que La Zaranda viene a Costa Rica parte las aguas de la feligresía teatral. Por un lado, comparecen los incondicionales y, por el otro, los detractores. Los primeros sostienen que un FIA sin La Zaranda no es FIA , mientras que los segundos argumentan que, en cada espectáculo, los andaluces se repiten a sí mismos. Lo cierto es que para la función del 11 de abril, el aforo del Teatro de la Danza resultó insuficiente.
Con público sentado hasta en los pasillos laterales, arrancó Nadie lo quiere creer (la patria de los espectros). Nos encontramos ante tres personajes que conviven en una derruida mansión: la “ancianísima” señora de la casa, su criada y un vividor que se dice pariente de la primera. Es difícil señalar cuál de los tres es más grotesco. A pesar de ello, los oímos hablar de antepasados que pertenecieron a la realeza y de tiempos de esplendor, claramente idos.
Por lo bajo, va emergiendo un plan que han fraguado la criada y el vividor. Esperan la muerte de la señora para quedarse con la casa. Mientras esto sucede, no dejan de complacerla en todos sus caprichos. Así los vemos improvisar un altar de velación –con ataúd incluido– para que la señora anticipe sus honras fúnebres o disfrazarse como algún pariente muerto para que la ama se entretenga cotorreando con las visitas.
La trama va progresando sobre una maquinaria escénica en la que todo posee un alto valor simbólico. Con pocos elementos de utilería, los personajes construyen diversos espacios. Sillas, abanicos y telas blancas le dan forma a un balcón lo mismo que a una habitación. Hay un permanente “llevar” y “traer” de objetos que reconfigura los espacios casi de manera imperceptible.
Cada elemento que opera en la escena fortalece el concepto de decadencia que atraviesa la puesta. Las pieles que visten la señora y la criada no disimulan su condición de animales muertos; las telas blancas son mortajas; el ataúd de cabecera egipcia no es más que un cajón repleto de polilla y un pavo real disecado nos grita lo que allí sucede: ¡cuánto duele la disolución de lo que alguna vez tuvo esplendor!
El trabajo en equipo del maquillaje con un esquema de iluminación cenital consigue que los rostros de los personajes parezcan máscaras. Esto refuerza la condición esperpéntica del montaje en sus niveles materiales y de sentido. Al conjunto, lo completa la música nostálgica de la Banda Cimarrona Costa Rica con pasajes que funcionan como transiciones. Estas subrayan, de paso, esa especie de “solemnidad destemplada” de lo que ya no se puede tomar en serio por haber caducado.
A fin de cuentas, la señora de la casa muere y es disecada. En este gesto vemos el panorama completo: en tantas cosas, la vida es solo una apariencia. ¡Los espectros lo saben!
Mientras la luz de la sala agoniza, pienso que los detractores de La Zaranda tienen razón. Los españoles vuelven sobre los mismos temas, materializados a partir de personajes que tienen un pie en la vida y otro en la muerte. Sin embargo, también tienen razón los incondicionales. Este colectivo no se traiciona. Más que repetirse, reivindica un estilo de hacer teatro en el que cada gesto, objeto, diseño y palabra se pone al servicio de una visión tragicómica de la existencia. Este país de muertos llamado La Zaranda está lleno de vida y de oficio teatral.
Como es su costumbre, el elenco no asistió a saludar al público. En escena, quedó el “cuerpo” disecado de la señora para que recibiera el nutrido aplauso. No importó. La feligresía salió contenta del ritual escénico, aliviada –quizás– de no parecerse aún a esos ciudadanos de la patria de los espectros.