El Diluvio es muy antiguo, y ya ha llovido desde entonces. Sin embargo, el fantasma del Diluvio muerto vuelve y decora, con su mar en lluvias, la selva de Venezuela y la ciudad de Santo Tomé de Guayana de Angostura del Orinoco, que en 1819 tiene más letras en su nombre que casas en sus calles (que son pocas).
En 1819, en las selvas de Venezuela, llueve con redundancia, no hay mucho que hacer, y la gente mata el tiempo recitando los topónimos más largos del mundo.
En Angostura, hasta el calor se ha vuelto sedentario; no se mueve por no sudar, de modo que el enjuto general Simón Bolívar aguarda la piedad de la noche para salir al fresco de ese infierno y dictar, a su secretario, la Constitución de la fantasmal República de Venezuela.
A sus 35 años, Bolívar vive rodeado de incertidumbre y selva. Para muchos, su república imaginaria está caída y revuelta en algún bolsillo extraviado de la Historia.
Sin embargo, Bolívar cree que el futuro nunca debe venir solo, que es mejor hacerle compañía y decirle a dónde va. Por esto, Bolívar dicta también el discurso que pronunciará ante el Congreso Constituyente de Angostura y que dibujará el futuro de la América española.
Bolívar ha viajado por ciudades de los Estados Unidos, país cuya vitalidad admira, pero recomienda no copiarlo pues el federalismo no conviene a los países hispanos.
La idea de que las leyes deben adaptarse a la realidad ya estaba en el aire del tiempo. Las leyes deben servir “al carácter de los pueblos; de esto nace la ciencia de los Estados”, había escrito el español José Cadalso ( Cartas marruecas , VIII).
“Las leyes deben referirse a la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a sus costumbres”, afirmará también Bolívar ante el Congreso de Angostura.
Empero, si la esclavitud es costumbre, ¿debe ser ley? Debería serlo si el pasado arrastra y si la mayoría se impone (es curioso que la mayoría siempre tenga la razón cuando somos parte de la mayoría).
Simón Bolívar rechaza la sumisión ciega a las costumbres: apela a la modernidad de los derechos humanos y, en el mismo discurso, repudia “la atroz e impía esclavitud” y demanda “la libertad absoluta de los esclavos” –ya había manumitido a los suyos–. Las buenas leyes siempre deben predominar sobre las malas costumbres.