No se sabe a ciencia cierta cuáles son los aportes económicos y sociales de las asociaciones solidaristas ni del movimiento cooperativo. Tampoco, el costo para el Estado –es decir, para los contribuyentes– de las exenciones y exoneraciones y demás privilegios que les confieren las distintas leyes vigentes. Eso impone retos apremiantes en cuanto a las políticas públicas dirigidas a esos dos importantes sectores que deben comenzar a ventilarse públicamente.
El cooperativismo y solidarismo son movimientos muy grandes. Cuentan con cientos de miles de asociados (el 17% de la población se vincula al cooperativismo y el 10% pertenece a alguna asociación solidarista; en total, llegan a 1,2 millones de personas), los dos registran activos y operaciones voluminosas, mantienen actividades comerciales, productivas, financieras y de servicios y, juntos, representan alrededor del 15% del producto interno bruto (PIB) según informaciones del Banco Central. Se sabe también que efectúan aportes nada despreciables a la economía del país y satisfacen objetivos sociales muy importantes. Pero no se han cuantificado esos beneficios.
Las cooperativas tienen activos en exceso de 1,2 billones de colones, y los de las asociaciones solidaristas rondan 1,5 billones de colones. Solo una de ellas –Asebaxter– cuenta con 5.000 millones de colones de activos y ha generado 2.000 millones en créditos. Y las asociaciones solidaristas en conjunto otorgan alrededor del 10% del crédito hipotecario total. Como se puede apreciar, es toda una economía diversificada, equiparable en tamaño a la del Gobierno central. El problema es que no están bien reguladas financieramente.
¿Qué sucedería si entraran en dificultades similares a las de Coopemex? ¿Acudirían a solicitudes de salvataje como en EE. UU. con un costo monetario y fiscal cuyas dimensiones ni siquiera han sido previstas por las autoridades? ¿Qué sería de la suerte de cientos de miles de costarricenses que mantienen sus ahorros en esas entidades?
Como primera medida, es menester emprender un estudio exhaustivo de la situación económica y financiera actual de todas las entidades involucradas, cuantificar los costos para el Estado en materia fiscal, evaluar los riesgos para el sistema financiero y para los ahorrantes de la insuficiente regulación prudencial (estudio de costo-beneficio), para obtener un diagnóstico certero y poder encaminar las acciones a realizar. De antemano, se sabe que las cooperativas, por ejemplo, no pagan impuestos sobre la renta en relación con sus actividades lucrativas, que las exenciones producen una sangría fiscal muy grande, dado el volumen considerable de sus operaciones e ingresos.
Además, representan una especie de competencia desleal frente al comercio organizado, que sí paga todos los impuestos, patentes municipales y demás cargas impositivas.
En segundo término, debe examinarse si todos los beneficios fiscales se justifican, pues es bien sabido que muchas cooperativas y asociaciones solidaristas mantienen grandes inversiones exentas que no tienen justificación, y poseen clubes de recreo para sus agremiados que van más allá de lo que se considera socialmente recomendable. También se debe examinar cuidadosamente el uso de los recursos por parte de los dirigentes, para verificar que son utilizados correctamente y en total concordancia con el espíritu de la ley.
Una vez hechas todas estas averiguaciones, y confrontados los beneficios frente a los costos fiscales, tiene que evaluarse si se deben continuar, y cómo, o si cada uno de los rubros debería someterse a discusión anualmente en la Asamblea Legislativa (presupuesto) como debe ser.