Registrada con toda la formalidad del caso en el Diccionario de la Real Academia Española , la palabra “guachimán” adquirió una suerte de “rango oficial”.
No así el ejercicio de este empleo, donde sucede todo lo contrario: quienes trabajan como vigilantes de autos en las calles lo hacen al margen de la ley, sin ningún tipo de garantía o protección. No importa cuánto tiempo lleven de cuidar vehículos en la misma cuadra, es territorio ajeno sobre el cual no poseen derecho alguno.
Obviamente, ningún cartoncito, por prolijo que sea, puede obligar a un conductor a pagar al cuidacarros una suma determinada de dinero, porque la vía publica es justamente eso: pública.
Más allá del vacío legal en torno al tema, existe una legión de hombres, y algunas mujeres, que viven de esto: de trabajar a la intemperie, corriendo para guiar al chofer en las maniobras de estacionamiento, parando para comprarse una orden de “algo” en la soda de la esquina, apurándose para llegar a tiempo a la ventanilla del carro que se apresta a arrancar, desplazándose de prisa a algún baño de los alrededores.
Arturo Pardo salió del periódico en busca de esas historias, las de guachimanes que tienen un decenio o hasta dos de practicar el oficio. Cuatro hablaron con él de sus jornadas cotidianas, las anécdotas que acumulan, los peligros enfrentados, sus aspiraciones y satisfacciones, y tres de ellos nos permitieron conocer su casa. Los dejo con sus vivencias.