Desde que el colaborador de esta página don Sergio Ramírez trajera a la memoria colectiva al clásico escritor Voltaire (Francisco María Arouet) con destacada elegancia y actualización, no puedo dejar de añadir algunas reflexiones sobre uno de los más descollantes pensadores de la Ilustración, aunque su legado político y social no tuviera el enorme efecto de dos de sus enemigos contemporáneos: Montesquieu y Rousseau.
Ciertamente contra ellos utilizó su irónico talento, en todo caso siempre mordaz y agudo, con prosa incisiva y cáustica aun con su vocación por la libertad individual y la tolerancia. Así cuando Montesquieu recién disfrutaba de los éxitos y reconocimientos tras la publicación del Espíritu de las Leyes, sus ácidas críticas salieron a luz. Y en el momento en que Rousseau estaba en el pináculo de la popularidad, le recordó públicamente haber despachado a sus cinco hijos a un hospicio.
Entre su permanente gresca intelectual, Voltaire condenó, sin ser ateo, a la Iglesia Católica, al oscurantismo religioso y al despotismo político, incluso propuso la eliminación de los tribunales eclesiásticos y sus resoluciones. Fue el más fecundo y laborioso prosista de su época cuyas publicaciones rebasaron el centenar de obras entre ensayos, novelas cortas, teatro y cuentos.
También siendo joven fue encarcelado en Francia por haber escrito contra el regente Felipe de Orléans. Y regresó a prisión por hacerlo en un panfleto contra el duque de Rohan, quien a su vez ordenó una paliza en su contra. Salido de las rejas decidió residir por tres años en Inglaterra al no soportar el absolutismo francés; absorbiendo las obras de Newton y Locke, sumándose la admiración por el sistema monárquico parlamentario, lo que dio cuerpo a su perspectiva ideológica proclive a la monarquía constitucional.
De regreso a Francia publicó en 1734 Cartas sobre los ingleses o Cartas filosóficas, las cuales fueron quemadas por orden de las autoridades políticas de ese país; logrando su ansiada independencia de escritor –en lo que insistió– por la tenencia de un jugoso patrimonio propio a través de especulaciones financieras.
Esto posibilitó la adquisición de la residencia “Las Delicias” en Suiza, cerca de Ginebra, haciéndose también propietario del castillo de Ferney en la orilla francesa del lago Leman, donde vivió la mayor parte de su vida con la mejor producción literaria. Ambas propiedades en orillas opuestas del mismo lago, tuvo por objetivo primordial evadir a los franceses en caso de persecución, pasándose al lado de Suiza; y en caso de que Suiza condenara sus obras, lo haría hacia el lado francés.
A pesar de esto y el uso de varios seudónimos –el más común es Voltaire– fue laureado en vida y sus restos pasaron al panteón de los franceses ilustres no lejos de la tumba de Rousseau, para desdicha de ambos. La ironía se encarnó en Voltaire y le sobrevivió, con la máxima de que no hay libertad sin tolerancia ni a la inversa.
Soberanía popular. En esta misma reflexión, ante la sobrevenida discusión criolla sobre el tema de autonomía y soberanía que ha engrosado nuestro recital político y jurídico, que va desde las universidades públicas hasta la Asamblea Legislativa en su gresca con las autoridades de salud, hemos de retomar el principio de soberanía popular que desde la Edad Media se levantó con Marsilio de Padua, y posteriormente por algunos arriesgados pensadores católicos españoles del siglo XVI, en plena contrarreforma, para ser retomado con fuerza por el constitucionalismo democrático a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Y aquí también ocupa un lugar de privilegio el alemán Juan Altusio (siglo XVI), quien fue el gestor de la teoría moderna del contrato social con antelación a Rousseau en aproximadamente 150 años y con una óptica contractual que tuvo dos modalidades de gran trascendencia: la división social en estratos o clases distintas pero ligadas por la solidaridad y la asistencia recíproca. Y la residencia de la soberanía en el pueblo como cuerpo abstracto y unido; soberanía que a su vez es intransferible pero representada por los gobernantes que están subordinados a la voluntad; valores y fines ciudadanos; de lo contrario surge el derecho a la destitución o derrocamiento.
De tal manera que si bien la teoría del contrato social es imaginaria y especulativa como hipótesis sin verificación material para dar explicación científica al origen de las sociedades y los estados, el principio de la soberanía popular ha sido clave para la existencia y sobrevivencia del sistema democrático, sin que la soberanía del pueblo se atomice en todos y cada uno de los ciudadanos –lo que sería absurdo–, sino que la titularidad reside en el pueblo como cuerpo único y abstracto para la legalidad y legitimidad del Estado constituido.
Así la soberanía es ejercida por el Estado por la autocreación y autolimitación jurídicas y su titularidad descansa en el pueblo como unidad y totalidad ideales desde la base y techo de las democracias sin nepotismo ni autocracia. No en vano, entonces, la mayoría de las constituciones de Occidente rescatan este principio de titularidad popular como axioma estatal, lejos de la tradición clásica del pensamiento alemán que tanto enfatizó en la soberanía del Estado proclive a la confusión de su titularidad con el ejercicio y representación.
Las nefastas consecuencias de esta amalgama quedaron a la vista de la mala conciencia de la humanidad para su reivindicación, ante los ojos críticos de su devenir histórico. En síntesis, libertad, tolerancia y democracia son parte esencial de los bienes clásicos y supremos.