Un nuevo principio del derecho podría afirmar que toda persona es inocente hasta que se demuestre que es Silvio Berlusconi. Il Cavaliere rusticano siempre es uno de los sospechosos de siempre y ha suscitado censuras como si fuera el gobernante más libertino de la península italiana, con excepción de Heliogábalo y un poco de Calígula (tampoco hay que ser exigentes).
Por dicha, la civilización se ha refinado, y nos hemos superado en métodos de gobernanza –cual nos enseñan a decir en español los politólogos cuando piensan en inglés–.
Así pues, los gobernantes de hoy deben renunciar al cargo cuando conquistan la unanimidad de la repulsa –como sea, siempre es un mérito haber encontrado al pueblo dividido y dejarlo unificado–. Empero, no todos los gobernantes renuncian pues algunos aducen razones de salud para quedarse ya que, si el alcoholismo es una enfermedad, ellos alucinan ebrios de poder.
Antes, en los tiempos asaz rudos de la Roma que siguió a los Antoninos, la renuncia involuntaria se debía al plebiscito de las puñaladas inferidas por los pretorianos. En el calendario de los emperadores, todos los días eran los idus de marzo.
Los tribunales dirán si es culpable el caballero Berlusconi, pero de las finas redes de las leyes escapará siempre la vanidad del sentenciado pues la vanidad no es un delito, sino una mala costumbre.
Silvio Berlusconi no sabe envejecer. Se avergüenza de sus años, no de sus orgías; o, por invertir los términos, sus orgías –cree él– prueban que aquel viejo no envejece. Silvio Berlusconi ignora que la vejez es el secreto peor guardado del mundo.
Los filósofos de antes meditaron en todo aquello y algunos concluyeron que la fuente de la eterna juventud son las ansias de aprender.
En su Vida de Solón (II), Plutarco resalta que ese legislador, “siendo ya anciano, afirmaba que envejecía aprendiendo cada día muchas cosas”. A su vez, Cicerón hace hablar a Catón el Viejo cuando explica a unos jóvenes: “Yo aprendí literatura griega siendo ya anciano, con el ardor de quien apaga la sed” ( De senectute , IX). En su carta LXXVI a Lucilio, Séneca confirma: “Debes aprender mientras ignores, y también el viejo debe aprender”.
Un viejo, obsesionado con una imposible juventud, desvaría en el poder que malbarata sin doctrina. El anciano pensativo de uno de los últimos dibujos de Francisco de Goya replica: “Aún aprendo”.