Desear es fácil. Enamorarse es fácil. Enamoriscarse es fácil. Ilusionarse es fácil. Amar, en cambio, es la cosa más difícil del mundo. Implica la postergación de uno mismo en aras de otro. Admitir que es diferente y celebrarlo (no diré “aceptarlo”) en su alteridad, en su irreductible individualidad. El fascinante viaje del Yo al Tú esencial. No se trata de “complementarse”, que eso significaría que uno –o quizás los dos– es débil, insuficiente. Tampoco se trata de “fusionarse”: el amor vive de distancia y muere de excesiva proximidad. La tal “fusión” es imposible: toda la magia del amor consiste en reconocerlo. Navegaremos hacia el ser amado sabedores de que nunca llegaremos a él. Lo que importa es la travesía, no el puerto. Buscarlo eternamente, ir hacia él cada día de nuestras vidas. Una derrota desde siempre y para siempre, pero es precisamente en esta incapacidad de conocer e identificarse absolutamente al otro que radica la paradójica victoria del amor. Es esto lo que lo hace inagotable. El deseo convoca a la piel. El enamoramiento a los sentimientos. La ilusión a la imaginación. Pero el amor convoca a la totalidad del ser, desde sus raíces hasta el follaje, con todo y los nidos de pájaros –o de murciélagos– que lo habitan. El misterio de los misterios.
Duele, el amor. No es placentero, como el deseo, el enamoramiento o la ilusión. A veces es lo que más duele en el mundo. Otra de sus paradojas: siendo la más poderosa fuente de vida que jamás tendremos, también nos inflige la muerte. La pérdida del ser amado significa la pérdida de uno mismo: una terrible, peligrosa apuesta: lo doy todo, sabedor de que si me toca una mala mano de cartas, lo pierdo todo. Tomar riesgos. El don de uno mismo. Absoluto. Exponer la propia fragilidad: entregar las “llaves del reino”. Dejarse vulnerabilizar. Amar es el acto que más valentía requiere del ser humano. Y, por encima de todo, un acto de fe. En uno mismo, en el otro, en la perennidad de la relación. Saber a quién se ama. No invertir la vida con una persona que no sabe quién es, que no tiene un principio de identidad sólidamente establecido, y que va descubriéndose a sí misma a los 40, o a los 50 años de vida. Quien no se conoce a sí mismo no puede amar sin acarrear tremendo dolor a su compañero/a.
El amor es el gozo en el crecimiento del otro: convertirse en un aliado de su vida, en la caja de resonancia donde reverberan sus sentimientos.
Y sí: compadecerse, en el sentido original de la palabra: compasión: sufrir-con. No abandonar la nave, como las ratas, cuando arrecia la tempestad y el viento va segando mástiles por doquier. El amor es otro nombre para la vida. Quien no ha amado no ha vivido, tan solo existido. Creo en el amor. Es para él que hemos nacido, y es en él que habremos también de morir.