El segundo discurso inaugural del presidente Obama ofreció mucho para el gusto de los progresistas. Hubo animada defensa de los derechos de los homosexuales; una defensa igualmente vivaz del papel del gobierno; y, en particular, defensa de la red de seguridad que proveen Medicare, Medicaid y la Seguridad Social; pero, se puede argumentar, la cosa más alentadora de todas fue lo que no dijo. Apenas si mencionó el déficit presupuestario.
La desatención claramente deliberada a la obsesión favorita de Washington fue apenas la señal más reciente de que los que se autodenominan “halcones del déficit” –mejor descritos como los reprendedores del déficit– están perdiendo el control que tienen sobre el discurso político, y esto es algo muy bueno.
¿Por qué han perdido el control los reprendedores del déficit? Yo sugeriría que por razones que están interrelacionadas.
En primer lugar, han gritado “¡Lobo!” demasiadas veces. Se han pasado años advirtiendo sobre una crisis inminente: “Si no recortamos el déficit ahora, ya, pero ¡ya!, nos convertiremos en Grecia, en Grecia, les aseguro...”.
Por ejemplo, han pasado casi dos años desde que Alan Simpson y Erskine Bowles declararon que debían esperar una crisis fiscal dentro de –este...– dos años.
Sin embargo, esa crisis sigue sin presentarse.
La economía –que todavía está deprimida– ha mantenido las tasas de interés cerca de niveles bajos históricos pese a los grandes préstamos del gobierno, justo como los economistas keynesianos predijeron todo este tiempo.
Por eso, la credibilidad de los reprendedores ha recibido un comprensible y –bien merecido– golpe.
Segundo, tanto los déficit como el gasto público –como porción del producto interno bruto (PIB)– han empezado a declinar; de nuevo, exactamente como aquellos que nunca se embarcaron en la histeria del déficit predijeron todo este tiempo.
La verdad es que los déficit del presupuesto de los últimos cuatro años fueron principalmente una consecuencia temporal de la crisis financiera, que hizo caer en picada a la economía y que, por lo tanto, llevó a una baja en la recaudación de impuestos y a un aumento en los beneficios por desempleo, junto a otros gastos gubernamentales.
Debió ser obvio que el déficit disminuiría conforme la economía se recuperase; pero fue difícil hacer que se entendiera este punto antes de que la reducción del déficit empezase a aparecer dentro de los datos. Ahora lo ha hecho, y pronósticos razonables –como los formulados por Jan Hatzius, de la empresa Goldman Sachs– sugieren que el déficit federal estará por debajo del 3% del PIB –un número no tan escalofriante– para el 2015.
Fue, de hecho, algo bueno que se permitiese que el déficit subiera mientras la economía se desplomaba. Con el gasto privado en picada conforme estallaba la burbuja inmobiliaria y las familias que no disponían de efectivo recortaban los gastos, la disposición del gobierno para seguir gastando fue una de las principales razones por las que no experimentamos una reproducción completa de la Gran Depresión.
Eso me lleva a la tercera razón por la que los reprendedores del déficit han perdido influencia: en la práctica, ha fracasados decisivamente la doctrina contraria: la afirmación de que necesitamos practicar la austeridad fiscal incluso en una economía deprimida.
Analicemos, en particular, el caso de Gran Bretaña. En el 2010, cuando el nuevo gobierno del primer ministro David Cameron recurrió a políticas de austeridad, recibió exageradas alabanzas de parte de muchas personas a este lado del Atlántico.
Por ejemplo, el ya fallecido David Broder instó al presidente Obama a “hacer una Cameron”. Elogiaba a Cameron en especial por “hacer a un lado las advertencias de los economistas respecto a que la medicina inesperada y amarga podía interrumpir la recuperación económica de Gran Bretaña y mandar a la nación de vuelta a la recesión”.
Claro que sí: la medicina inesperada y amarga interrumpió la recuperación económica de Gran Bretaña y lanzó a la nación de vuelta a la recesión.
A estas alturas, entonces, está claro que el movimiento reprendedor del déficit estaba basado en un mal análisis económico.
Sin embargo, eso no es todo pues claramente también había involucrada mucha mala fe dado que los reprendedores trataron de explotar una crisis económica (no fiscal) en nombre de una agenda política que no tenía nada que ver con los déficit.
La creciente transparencia de esa agenda es la cuarta razón por la que los reprendedores han perdido su influencia.
¿Qué provocó que finalmente la cortina se descorriera en los Estados Unidos? ¿Fue la forma en que la campaña presidencial puso en evidencia a Paul Ryan, quien recibió un reconocimiento por “responsabilidad fiscal” de tres de las principales organizaciones reprendedoras del déficit, como el timador que siempre fue? ¿Fue la decisión de David Walker, supuesto defensor de los presupuestos sanos, de endosar a Mitt Romney y sus recortes tributarios para los ricos que reventarían el presupuesto? o ¿ fue la desverguenza de grupos como Arreglen la Deuda, consistentes básicamente en ejecutivos de grandes corporaciones que afirmaban que uno debe ser forzado a posponer la jubilación mientras que ellos pagan impuestos más bajos?
La respuesta probablemente sea todas las anteriores.
De todas formas, una era ha terminado. Prominentes reprendedores del déficit ya no pueden contar con que se les vaya a tratar como si su sabiduría, probidad y civismo fueran incuestionables; pero ¿qué se logrará con eso?
Es triste decirlo: el control de la Cámara por parte del Partido Republicano significa que no vamos a hacer lo que debíamos: gastar más, no menos, hasta que la recuperación se complete.
Sin embargo, el desvanecimiento de la histeria por el déficit significa que el presidente puede variar su enfoque a problemas reales, y este es un paso en la dirección correcta.
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.