Aguas de fecundación y de muerte se entrelazan en el cuento fantástico, de destellos surrealistas,
Yolanda Oreamuno escribió este relato cuando las obras narrativas se movían dentro del realismo, la novela del agro y de la denuncia. Precisamente, a ella corresponderá iniciar un modelo de escritura a partir de la introspección.
A la vez, la escritora usará de manera magistral las técnicas vanguardistas, como el monólogo interior y el fluir de la conciencia.
Asidua lectora de los escritores europeos de esa época, Oreamuno introdujo la novedad de esas técnicas, las vertió en nuestra tierra y revolucionó la literatura costarricense hasta nuestros días.
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El lenguaje que la prosista utiliza es cifrado porque revela un mundo captado desde lo primigenio y atávico.
El cuento se inicia con una descripción de un puerto o de un muelle, con una atmósfera cargada: “En un aire así, han de apagarse las velas por sí solas y las gaviotas morirán fulminadas en el ángulo de una perpendicular formada entre la horizontal de su vuelo y la vertical del sol”. Es un aire sombrío el que describe, no apto para la vida, donde se presagia la muerte.
La narración abunda en sugerencias de carácter sensorial. Aquí, la autora logra un proceso mental muy significativo ya que transita desde una existencia captada por los sentidos aguzados hasta el inconsciente; luego transforma las palabras y las colma de sentido.
En todo el cuento, la autora navega entre dos mundos: la magia ritual y la realidad, existencia que se define como opresiva e inmóvil. El inicio del cuento se mueve de manera morosa y saturada de olores y sonidos. La autora elabora aquí un rodeo antes de mostrar a un narrador masculino, quien contará la historia.
A partir del sexto párrafo, un hombre y una mujer se encontrarán. En sí, este detalle no es sorprendente, mas, en la narración, el enfrentamiento entre dos mundos producirá un choque. Dos psiques y dos culturas se entrecruzarán a partir del primer encuentro.
La mujer toma la iniciativa e invita al hombre a beber con ella. No obstante el atrevimiento de la mujer, este occidental no se inquieta con la propuesta y dice, entre otras palabras, estas tan significativas: “La iniciativa no me sorprende porque nada sorprende en un ambiente inmóvil donde sólo los instintos pueden sobrevivir”.
Para no sucumbir, ella deberá estar cubierta por un hombre blanco, como su padre, para que la libere de un conjuro que la llevará de manera inexorable a la muerte.
Para conquistar al hombre, la mujer le hablará desde la magia ritual: “Ven, extranjero, esta noche llegará el viento, caerá la lluvia, en el horizonte surgirá una línea violeta. Oigo el rumor del fango en los ríos y miro subir el perfume de las flores”. La protagonista embelesa al hombre, pero, además de ello, el agua que menciona en la forma de la lluvia y de los ríos, no es una sustancia que pronostica la muerte, sino la del agua fecundante.
Esta misma agua de vida estará presente cuando hable del símbolo que representa su madre: “Desde entonces los pisa con su sandalia para que todo florezca para mí, su capullo, el aroma de su piel y la leche de su seno”. Aquí, la leche de la madre tendrá el significado de agua propicia para la existencia, como también lo es el pecho de la nodriza que la amamantó.
No obstante, el llamado que hace la oriental al hombre occidental es un sortilegio. A partir de ese momento la mujer le ofrecerá toda suerte de riquezas ya que él no posee nada, y ella, en cambio, es una reina. Aunque ambos parecen estar predestinados a unir sus vidas, este varón no soporta la idea de recibirlo todo de parte de ella.
La lucha entre el instinto de muerte y el de vida es una constante en esta narración. El hombre de este relato no quiere sucumbir frente al hechizo con el que la mujer lo envuelve. Un día decide marcharse y, a partir de esa decisión, su pesadilla y su final llegan a término: “No puedo yo, después de todo, un civilizado, sucumbir al extraño embrujo de una mujer que pone palabras en mi boca, caricias en mi mano, miradas en mis ojos, y, sobre todo, oro a mis pies”.
A partir del momento en que huye, este varón intentará desprenderse de lo que vivió con la exótica mujer: delira; en otros momentos piensa que todo fue un sueño, pero pronto empieza a beber y a obsesionarse. Por la noches cavila, y es justamente en ese periodo en el que las mareas retornan.
Aquí, el narrador protagonista monologa y va reconociendo su cuerpo. Se muestra perturbado y cobra conciencia de que su mano no le responde: “Mi mano comienza a alzarse, la mano que descuajara un árbol de raíz, y como anoche, sube por el vientre, atraviesa el pecho, llega al cuello. Voy a morir. Me voy a asesinar a mí mismo”.
Sin embargo, como el hombre está bajo el hechizo de la mujer, pronto comprende que, por medio de su propia mano, es ella quien lo ultimará por no haber querido ayudarla a revertir el pronóstico de muerte. “¿Es su mano la que va a matarme o es la mía? Es la suya. Ser muerto por ella, que tenía el viento sujeto a su palabra'”.
La trama se cierra y queda en el lector una sensación de perplejidad y extrañamiento. Toda la historia ha estado signada por esa rara emoción que produce la ambiguedad; sin embargo, esta se acrecienta al final del cuento. ¿Es que acaso mueren los dos? El final queda abierto. El varón tan solo rememora las palabras de ella: “Yo seré la mano de mi señor, el látigo con que azota, el gesto con que acaricia, el viento que se lo lleva, la voz con que me despide”.