¡Qué hacer con Debussy! Se hizo llamar “Claude de Francia” durante la Primera Guerra Mundial. Modificó su nombre: “De Bussy”, para que la partícula “De” le confiriera un rango nobiliario que jamás tuvo (era hijo de un modesto comerciante de porcelanas). De Beethoven dijo: “Antes que escuchar la Pastoral , prefiero ir a pasear al campo”. De Massenet: “Es el compositor preferido de las costureras”. De Wagner: “¡Ver vikingos con cuernos, pieles y lanzas vociferar en escena durante seis horas! Wotan es irritante: mete a todo el mundo en líos y pretende solucionar sus embrollos con un aria final”. De Saint-Saëns: “Es el nombre mismo del sentimentalismo barato”. De Liszt: “Un falso genio”.
Exasperado por los amateurs y diletantes (“los que aman” y “los que se deleitan”, términos no peyorativos), creó “El Señor Corchea Antidiletante”, cuyo humor arremete contra las instituciones y prejuicios musicales. ¿Cómo quererlo? Quizá tal cosa no sea posible, pero amar su música, en cambio, es inexorable.
Debussy fue un poeta de los sonidos –Töndichter (Beethoven)– que inventó un lenguaje musical inaudito, para su uso personal, y con ello fecundó una era. No es exagerado decirlo: en materia musical, Debussy inventó el siglo XX.
Para los músicos. Stravinsky, Bartók y Schönberg (la trinidad del modernismo) serían inconcebibles sin él. Una ruptura cataclísmica en la historia de la música, advenimiento de una nueva estética: hay un “antes” y un “después” de Debussy. ¿Hemos de pasar revista a sus innovaciones?: escalas pentatónicas y de tonos; paralelismos de quintas, sétimas y novenas; reintroducción de los modos gregorianos; imitación del sonido del gamelan de Indonesia, que Debussy conoció en la Exposición Universal de París (1889), centenario de la Revolución Francesa; puntillismo donde el efecto de conjunto es resultado del detalle, de la pincelada infinitesimal.
Debussy puso de relieve el “color”, la “textura” de la música, por encima de los parámetros privilegiados (contrapunto, polifonía); flexibilizó el ritmo, con frases asimétricas llenas de impredecibles acentos; inspirándose en Mussorgsky, creó una ópera que consistía en un fluido melódico ininterrumpido, recitativo permanente, desprovisto de las arias de rigor en este género.
Debussy acometió una escritura pianística inédita, explorando los bajos y agudos como nadie lo había hecho; acumuló disonancias, frustrando deliciosa –y perversamente– la expectativa del oyente, que se queda anhelando la consonancia siempre prorrogada.
El compositor ensanchó el universo armónico con secuencias de acordes que violan la “sintaxis” instituida en los conservatorios' Reinventó la música, este enfant terrible que floreció durante la belle époque y murió con ella, el 25 de marzo de 1918, en el sótano de su casa, mientras los alemanes bombardeaban su país. Fin de la “bella época”: al Homo sapiens sucedía el Homo demens .
En 1917, Francia está devastada, y el invierno es inclemente. Debussy vive con su tercera esposa y su adorada “chou-chou”, a quien dedica El rincón de los niños , “con las tiernas excusas de su padre por esta travesura”. Corren peligro. El abastecedor del pueblo le regala carbón para el calentamiento de la casa. Debussy le obsequia una piecita para piano: La noche iluminada por el ardor del carbón , gema recientemente exhumada. Unas paletadas de carbón por una obra maestra': buen trueque
Una “celebrity interview”. Entrevista “ping pong” con una reportera: “De no haber sido músico, ¿qué sería?”, “Marino”. “¿Su compositor?”, “Palestrina”. “¿Poetas?”, “Poe y Baudelaire”. “¿Prosista?”, “Flaubert”. “¿Pasatiempo?”, “Leer fumando tabacos exóticos”. “¿Con cuáles faltas es más indulgente?”, “Las faltas de armonía”. “¿Virtud preferida en una mujer?”, “El encanto”. “¿Virtud favorita en un hombre?”, “La fuerza de voluntad”. “¿El infierno?”, “Tener demasiado calor”. “¿Su rasgo distintivo?”, “Mi pelo”. “¿Su personaje más aborrecido?”, “Herodes”.
Debussy revela hondas verdades. El mar ejerció infinita fascinación sobre él. Como todos nosotros, recordó siempre el día en que descubrió el mar: deslumbramiento, hipnosis. Lo adoró con devoción pagana. Pensemos en El mar y en Sirenas , donde, tras el escenario, un coro femenino reproduce el canto obsesionante, peligroso al tiempo que irresistible, de las sinuosas criaturas. Su draconiana reflexión: “El mar está reservado para las sirenas: a los cuerpos feos y adiposos debe prohibírseles bañarse en él”. Fue antipático, sí, y él –que distaba de ser Apolo– hubiera debido acatar su interdicción.
Por lo que a las “faltas de armonía” atañe, la respuesta es irónica: Debussy es el “ábrete, sésamo” a la armonía del siglo XX, el transgresor por excelencia, que desoyó los mandatos de tres centurias y se emancipó de la tradición.
Rebelde con causa. Debussy fue un alumno díscolo. Necesitaba absoluta libertad. Toda férula pedagógica lo asfixiaba. ¡Ah, sus pleitos con los profesores del Conservatorio de París, señores cejijuntos, de patriarcales barbas y mostachos doctorales! Debussy se sentaba al piano e imitaba grotescamente su pomposidad y engolamiento, divertía a sus compañeros con heterodoxas improvisaciones: ¿prohibidas las quintas paralelas? ¡Pues organizaba una orgía de quintas paralelas e insólitas disonancias! “Tocaba como un energúmeno, un poseso”, recuerdan sus condiscípulos.
Cabeza de fauno, mirada traviesa que horadaba la piel, capaz de profunda, mal disimulada languidez, humor implacablemente crítico, proclive al sarcasmo, hedonista, sensualista, y –por paradójico que parezca– un místico. Sólo un Homo religiosus podría decir: “Es obsceno aplaudir después de una obra musical. Ante la belleza uno se arrodilla y guarda silencio. ¿No sería vulgar vitorear un claro de Luna, una puesta de Sol?”.
Era un poeta capaz de infundir a su música las gradaciones de color y atmósfera más sutiles y precisas. Sus indicaciones alcanzan el fanatismo de la exactitud: “la melodía debe sonar lejana, extinguiéndose”; “la mano izquierda se reduce aquí a un murmullo”; “seco y puntiagudo, pero sin aspereza”; “con humor y desenfado, pero no indiferente”; “el sonido debe ir muriendo, sin por ello adoptar un tempo más lento”; “como una campana tañendo a través de la bruma”' ¡Cuán lejos de los genéricos “adagio”, “allegro”, “moderato”!
Reactivo a toda institucionalidad, ajeno al établissement musical, misantrópico, decía ser jardinero para no verse asociado al gremio de los músicos. Más próximo estuvo de los poetas (estudió piano con Mathilde Mauté, suegra de Verlaine, fue amigo de Louÿs y frecuentó esotéricos cónclaves poéticos: “los martes de Mallarmé”), y los pintores Monet y Renoir. Detestaba el gafete de “impresionista”: el término fue acuñado con un sesgo derogatorio para Impresión, Sol naciente , de Monet.
Música para soñar . Después de que Wagner hiciera de la ópera una experiencia metafísica, fatigado por un siglo de grandilocuente retórica germánica, Debussy propone: “La música debe humildemente tratar de causar placer”.
Con deliciosa irreverencia intercala el Leitmotiv de “la muerte de amor” de Tristán e Isolda en un jazzístico cake-walk que nos dice: “Es hora, amigos, de tomar la vida más ligeramente”. ¿Hay algo más serio que morirse por amor? Pues él pone a una muñequita, tomada de la caja de juguetes de “chou-chou”, a bailar sobre el tema en cuestión.
Poeta de la piel, las sensaciones, los aromas, niño juguetón, rebelde, le devuelve a la música su “cuerpo”, la sonrisa, después de un siglo que lloró demasiado, y exhibió su dolor con gesticulante énfasis. Hay melancolía en Debussy, pero entre las lágrimas sonríe, o, si lo prefieren, llora en medio de la risa.
Música de intersticios, de entreluces, crepuscular, dolor velado con exquisito pudor, sin patéticos aspavientos. Fue un visionario que no se limitó a entrever la tierra prometida: la habitó, y fundó en ella mil “mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón” (Machado).