Cuenta una leyenda de la antigua Grecia que hubo una vez un rey tan flaco, pero tan flaco, que cuando se vio en el espejo de su madre decidió sacarse los ojos. El populacho, siempre irónico y vengativo, lo llamaba Adipo, y por ello se denomina complejo de Adipo al padecido por quien quiere engordar y no puede.
El tema careció de un trato académico serio y profundo hasta bien entrado el siglo 19, cuando el doctor Sigmund Fried realizó prolongados experimentos de hipo-nosis (los cuales consistían en provocarle al paciente un fuerte hipo a base de llenarle la timba de alimentos pesados al tiempo que se les prensaba la nariz con el índice y el pulgar, de ahí el sufijo “nosis”, proveniente de la palabra anglosajona “ nose ”) mediante los cuales descubrió la estructura emocional subyacente bajo las escuetas carnes de los macilentos.
Un innovador elemento que sorprendió a los entendidos, también empleado por el doctor Fried, fue darle a sus pacientes fuertes dosis de un licor peruano-chileno hasta entonces poco conocido, que los hacía perder el escrúpulo y el tino y hablar a calzón quitado de sus pesares. Este método, así llamado pisco-análisis, incluía la presencia de un trío (hoy se hace con equipos de sonido, en esos tiempos era con músicos en vivo) que se largara con “sin ti, no podré vivir jamás”, o bien “estoy en el rincón de una cantina”, e incluso “por vivir en quinto patio desprecias mis besos”.
Si bien es cierto las terapias del excelentísimo don Sigmund Fried lograron con creces sacar a muchos de la delgadez extrema, y dieron pie en el último medio siglo a la proliferación de la “chatarrafúd”, lo cierto del caso es que muchos flacos siguen por ahí arrastrando el complejo de Adipo, sabedores del que el pantalón de paletón no es la solución, para que salga en verso.
Basta con encender el televisor un sábado o domingo por la mañana. Un canal tras otro pasa anuncios de las más abigarradas formas de ganar peso. Máquinas inmovilizadoras, licuadoras capaces de mezclar chicharrones con queque de chocolate, embudos eróticos, apaciguadores electro-convulsivos.
No hay que creer. En opinión del doctor Óscar Bohidrato, nutricionista nacional experto en el tema, es el alma la que manda, la única que determina la rubicundez a la que cada cual puede aspirar.
Así se lo dije a un amigo, poeta por más señas, al que vi hace relativamente poco. Cada día está más escuali-pálido. “No sé qué más comer”, gimió. “Comé guila”, le dije, sabiéndolo solitario, “una bien hermosa”. “¡Ay, si se dejaran!”, respondió, apurando el trago.